Déjame, Padre,
que mis manos guarden luto
por ti;
las juntaré sobre mi pecho
para que hablen,
para que se asemejen a tu ausencia.
Permíteme que haya duelo
no sólo en las palabras,
que sea también el gesto una pregunta,
un reclamo
por no escuchar tu calma.
Concédeme, además,
que todo el cuerpo
se mueva en filigrana de nostalgia;
que mi piel tenga escrito
en cada poro
que se ha muerto mi padre,
que me falta.
Quizás,
de esta manera,
siendo heraldo de ti, siendo tu parte,
alcanzaré el aliento más sereno
el que tú recogiste,
para llevarte en él
el mundo todo
lo mejor de la lluvia,
las montañas.
Eres mi padre otra vez,
mi padre siempre,
aunque tu voz aguarde
y tu mirada de miel
sólo sea madrugada.
Eres tú,
ahora, luego, después
vendaval de ternura
que me arrastra
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