domingo, 28 de abril de 2024

EL POMAGASO

 Guadalupe Carrillo Torea

 

 

Hay recuerdos de la infancia, presencias de lugares o cosas que dejan una huella imborrable, como si formaran parte de tu ADN, de tu gesto corporal y emocional. Así lo experimentamos los hermanos Carrillo con el árbol de Pomagaso.

    Todos vivimos en la ciudad de Valera, en el Estado Trujillo. La casa paterna se ubicaba al comienzo de la urbanización Las Acacias, una bella zona de la ciudad que había sido sembrada de esos árboles que nos acompañaron siempre.

    La casa de mi padre, donde viví mi infancia y adolescencia, la recuerdo como un lugar grande, espacioso; tenía, además, la construcción de una terraza y un jardín,  que era para mí, en mi recuerdo, enorme. En el centro de ese jardín se levantaba un gran árbol de pomagaso,  un gigante robusto con una vitalidad incuestionable.  Mi padre lo sembró cuando se mudó a esa casa.  Años más tarde, se convirtió en el eje de nuestros juegos y aventuras, Lo que comenzó como una  promesa de sombra para nosotros y cobijo para los pájaros, año tras año nos regalaba sus frutos en cantidades incontables.

    Más de una vez yo, de niña, llené bolsas de pomagasas maduras para venderlas a las compañeras del colegio. Se trataba de una venta barata que  disfrutaba como si fuera la gran capitalista.

   Para nosotros, los hermanos, subirse al pomagaso enorme era una tarea diaria: nos lanzábamos a las ramas, subíamos una y otra hasta llegar a lo más lejos posible. José María, el acróbata de la familia, llegaba a la copa más alta y ahí desmelenaba sus ramas como quien revuelve la felicidad:  el pomagaso nos rendía tributo aceptándonos a todos los que adorábamos estar sobre él. Cuánta alegría brotó en mí solo por subir a sus ramas, cuánta sensación de libertad sentí estando sobre mi pomagaso.

   Hubo anécdotas incontables alrededor de su vida. Manuel Antonio se cayó del árbol y Carmen Virginia fue a avisarles a mis padres, que estaban en misa, y les soltó: Papá, Manuel se mató!  Los feligreses al completo salieron detrás de mis papás para ser testigos de la tragedia… Manuel no se había matado, simplemente se había caído del pomagaso.

    En el año 2009 falleció mi madre. Los funerales se desarrollaron  a dos cuadras de la antigua casa paterna. José María y yo nos acercamos al lugar de la infancia. Tocamos el timbre, sus nuevos inquilinos nos permitieron entrar y allí, en esa casa que ya no era grande, ni bonita, ni amable vimos al fondo el maravilloso árbol de pomagaso. Como éramos extraños a quienes habitaban el lugar, no dijimos mayor cosa. Pero los dos, José María y yo, quedamos impresionados. ¿Cómo, esa que fue nuestra inmensa casa, era ahora tan pequeña?, ¿de verdad habíamos vivido ahí, y la memoria nos engañaba?

    Lo único que seguía incólume, era el pomagaso: allí estaba, hermoso, gigantesco. Y recordé el discurso de José Saramago al recibir su premio Nobel. El escritor portugués dedica sus palabras  a los abuelos, los dos campesinos analfabetos  que pasaron la vida trabajando de sol a sol para comer cada día. Él los acompañó durante su infancia y adolescencia; iba descalzo siempre porque era parte de la rutina del campo. Saramago recuerda con entrañable ternura cómo su abuelo, sintiendo la cercanía de su muerte, abrazó uno a uno a los árboles que él mismo sembró porque sabía que no volvería a verlos y los extrañaría en la memoria.

    Hermanos, ¡cómo no abrazamos a nuestro pomagaso! Todavía se lo debemos!

JUDITH, una vida, un testimonio

 

Guadalupe Carrillo Torea


 

   Una de las etapas más importantes  de mi vida ha sido la que comprometió lo que llamamos el espíritu. Mi madre era una mujer creyente y practicante del catolicismo. Crecimos en colegios de religiosos y nuestra educación tuvo a la Iglesia católica como faro.  Eso me llevó a buscar grupos o instituciones que me permitieran profundizar en lo que era la práctica religiosa en el mejor de los gestos. El Opus Dei, que en los años ochenta estaba en furor, me atrajo por la cantidad de jóvenes que pertenecían a la institución. En mi familia hay muchos miembros de la Obra de Dios, como la llaman, que permanecen activos.  

    Muchas veces sentimos que pertenecer a un grupo institucionalizado nos garantiza estabilidad y continuidad en las acciones que queremos llevar a cabo en el tema religioso. A unos les funciona, a otros no. Es mi caso; pero   la institución me dejó conocer a uno de los seres humanos más hermosos con los que me he topado en mi vida: Judith Ayala.

    Tendría unos 16 años y ella nueve más que yo, pero coincidíamos en todas las actividades que nos organizaban porque habíamos entrado al mismo tiempo. La libertad que nos otorgó la amistad, el encontrarnos en el afecto diariamente empezó a construir una unión sólida, pétrea, de por vida.  Había lo que conocemos como empatía en cada uno de los pasos que dábamos. Ella nació un siete de diciembre, yo el ocho; ella tenía miopía con la misma graduación mía, por eso me prestó sus lentes para mi examen médico necesario para la licencia de conducir, salí exitosa; la risa fue nuestra contraseña porque lo que a ella le hacía reír, a mí me provocaba carcajadas interminables.  Nuestra manera de reaccionar cuando estábamos en el Opus, y después, por supuesto, era idéntica: el mismo desprendimiento frente a la formalidad, a lo rígido, a la solemnidad eclesiástica y ritualista. Ir a lo esencial era la meta, y lo practicamos permanentemente. Era como descubrir la sabiduría que da el parecernos en el espíritu.

  Judith está hecha de una materia desconocida, cósmica, que raya en lo infinito, diría; es serena, amable; derrocha un sentido del humor que compartimos desde sus raíces y que nos ha provocado responder con alegría a lo bueno, a lo malo y a lo peor. Goza además de esas inteligencias intuitivas, que lo femenino convierte en arma implacable para que el amor sea la clave, sea la bandera guía.

 


  Judith es psicóloga infantil y trabaja en instituciones públicas, su trato hacia los niños es para mí cátedra a seguir. Como educadora, experiencia que amo y practico sin tregua, siempre tomo en cuenta ese gesto de Judith de equilibrar el modo de proceder hacia los niños y mostrarles cómo podemos ser tratados todos iguales, ni más ni menos. Recuerdo haber leído un artículo suyo en el que planteaba una de las enseñanzas más acertadas de San Juan Bosco, el Maestro de los niños y los jóvenes. Judith comentaba una sabia sentencia del santo. Don Bosco decía: lo importante no es que los quieras -refiriéndose a los alumnos o a los chicos en tutoría- sino que ellos sepan que los quieren. Después de esa afirmación sentí que tenía la clave para el trato con mis alumnos.  Los años que han pasado  entre unos grupos y otros, me confirman  que lo más importante, es que  ellos deben saber que los quiero.

    Hoy 40 años después, Judith es un referente espiritual para mí, y, sobre todo, la AMIGA con mayúsculas con la que, sin ninguna fisura,  me comunico mágicamente aunque nos pasemos meses y meses sin conversar. En una entrevista  hace ya muchos años  el gran escritor Jorge Luis Borges señaló cómo los amores entre pareja necesitan de la frecuencia física, de ese verse continuamente para no perderse en el olvido. En cambio, reconocía, la amistad tiene el don de la permanencia, de esa perennidad que se llama “amor incondicional”, que no se debilita por la ausencia ni por la falta de comunicación.

    Mi inquietud espiritual ha tenido sus largas pausas, me alejé de la Iglesia, de mis creencias, de mis prácticas religiosas. Hoy creo que el ancla para que continúe diciendo que creo en Dios, que apuesto por esa vida del espíritu, es Judith, es su maravillosos ejemplo porque ella enlazó su alma a ese mundo construido con el afán de quien cree en lo que trasciende, en la bondad, en ir más allá, en el mensaje del evangelio en su esencia más pura. Judith Ayala, te quiero con todo mi corazón, gracias, de nuevo, por estar en mi vida.