Guadalupe Carrillo Torea
Hay recuerdos de la
infancia, presencias de lugares o cosas que dejan una huella imborrable, como
si formaran parte de tu ADN, de tu gesto corporal y emocional. Así lo experimentamos
los hermanos Carrillo con el árbol de Pomagaso.
Todos vivimos en la ciudad de Valera, en el
Estado Trujillo. La casa paterna se ubicaba al comienzo de la urbanización Las
Acacias, una bella zona de la ciudad que había sido sembrada de esos árboles
que nos acompañaron siempre.
La casa de mi padre, donde viví mi infancia
y adolescencia, la recuerdo como un lugar grande, espacioso; tenía, además, la
construcción de una terraza y un jardín, que era para mí, en mi recuerdo, enorme. En el
centro de ese jardín se levantaba un gran árbol de pomagaso, un gigante robusto con una vitalidad
incuestionable. Mi padre lo sembró cuando
se mudó a esa casa. Años más tarde, se
convirtió en el eje de nuestros juegos y aventuras, Lo que comenzó como una promesa de sombra para nosotros y cobijo para
los pájaros, año tras año nos regalaba sus frutos en cantidades incontables.
Más de
una vez yo, de niña, llené bolsas de pomagasas maduras para venderlas a las
compañeras del colegio. Se trataba de una venta barata que disfrutaba como si fuera la gran capitalista.
Para nosotros, los hermanos, subirse al
pomagaso enorme era una tarea diaria: nos lanzábamos a las ramas, subíamos una
y otra hasta llegar a lo más lejos posible. José María, el acróbata de la
familia, llegaba a la copa más alta y ahí desmelenaba sus ramas como quien revuelve
la felicidad: el pomagaso nos rendía
tributo aceptándonos a todos los que adorábamos estar sobre él. Cuánta alegría
brotó en mí solo por subir a sus ramas, cuánta sensación de libertad sentí
estando sobre mi pomagaso.
Hubo
anécdotas incontables alrededor de su vida. Manuel Antonio se cayó del árbol y
Carmen Virginia fue a avisarles a mis padres, que estaban en misa, y les soltó:
Papá, Manuel se mató! Los feligreses al
completo salieron detrás de mis papás para ser testigos de la tragedia… Manuel
no se había matado, simplemente se había caído del pomagaso.
En el año 2009 falleció mi madre. Los
funerales se desarrollaron a dos cuadras
de la antigua casa paterna. José María y yo nos acercamos al lugar de la
infancia. Tocamos el timbre, sus nuevos inquilinos nos permitieron entrar y
allí, en esa casa que ya no era grande, ni bonita, ni amable vimos al fondo el
maravilloso árbol de pomagaso. Como éramos extraños a quienes habitaban el
lugar, no dijimos mayor cosa. Pero los dos, José María y yo, quedamos
impresionados. ¿Cómo, esa que fue nuestra inmensa casa, era ahora tan pequeña?,
¿de verdad habíamos vivido ahí, y la memoria nos engañaba?
Lo único que seguía incólume, era el
pomagaso: allí estaba, hermoso, gigantesco. Y recordé el discurso de José
Saramago al recibir su premio Nobel. El escritor portugués dedica sus palabras a los abuelos, los dos campesinos
analfabetos que pasaron la vida
trabajando de sol a sol para comer cada día. Él los acompañó durante su
infancia y adolescencia; iba descalzo siempre porque era parte de la rutina del
campo. Saramago recuerda con entrañable ternura cómo su abuelo, sintiendo la
cercanía de su muerte, abrazó uno a uno a los árboles que él mismo sembró
porque sabía que no volvería a verlos y los extrañaría en la memoria.
Hermanos, ¡cómo no abrazamos a nuestro
pomagaso! Todavía se lo debemos!