lunes, 7 de noviembre de 2022

La fraternidad: una presencia








 

 

He tenido la fortuna de pertenecer a una familia numerosa: 8 hermanos. Los tres mayores del primer matrimonio de mi papá y cinco del segundo. Soy la séptima de la segunda tanda. Siempre sentí esa hermandad en números redondos: somos ocho; no hay “medios hermanos”, para mi es casi un insulto utilizar esa expresión porque nunca la sentí como algo que me involucrara o que definiera mi situación familiar. Éramos unidad -hablo en pasado porque, desafortunadamente, Manuel Antonio ya no nos acompaña-, descendientes de Pedro Emilio, el tercero de diez. Ya eso nos calificaba, era suficiente para todos.
 
   Las diferencias en el calendario nos desajustaron algunas convivencias: cuando los mayores se casaban, nosotras éramos parte de la ilustre comitiva para el altar. El nacimiento de las sobrinas mayores, sobre todo de Anabel, hija de Ricardo, las convirtieron en nuestras grandes amigas. Ana es primero mi gran amiga, mi hermana de corazón  y, solo al final, mi sobrina. Las hermanas, Carmen y María del Rosario, y yo, hemos querido ser previsoras: primero vernos, no alejarnos…por lo menos una vez cada dos años.
 
   Ricardo, Miguel y Pedro Emilio, así, en orden cronológico, fueron mis héroes de la infancia; su carisma se podía tocar de lejos. La simpatía y la carcajada los acompañaban a cada paso, de allí nuestra admiración, de allí el gusto por tenerlos cerca. Sentirlos hermanos es un regalo que la vida me dio y que agradeceré siempre.
 
   En estos finales del 2022, cuando los fenómenos migratorios han sufrido embates desconcertantes, encontramos familias dispersas por todo el mundo. A la dispersión se añade la lejanía, la ausencia. Encontrarse se convierte entonces en lo inaudito, en la rareza del año. En ese tenor habían pasado una década sin ver físicamente a mi hermano José María. El menor de los ocho, que valientemente ha permanecido en la Venezuela chavista y madurista a lo largo de estos 22 años. Obviamente, internet, ese  paliativo de la nostalgia,  ayudó a que el afecto no naufragara: nos veíamos en conferencias de zoom, de WhatsApp, hablamos constantemente por teléfono. Pero no es lo mismo, ni saben igual los abrazos, ni los apurruños nos acarician tanto cuando estás presente…hasta los chistes y las risas tienen otra textura.



 
   Convivir, tocar, conversar hasta que se cierran los ojos de sueño y de felicidad es otra experiencia. Y esa inédita vivencia la tuvimos hace mes y medio cuando, por fin, José María vino a visitarnos. Fueron diez días para celebrar ese vínculo mágico que se llama “amor fraterno”. Ser hermano se convirtió en consigna entrañable, porque el ADN no miente y el parecido físico está también en los pliegues del alma, en el gesto, en el asombro, en el deseo insatisfecho y pospuesto de estar juntos.



 

 
   José heredó el calor familiar de los dos progenitores: mi papá fue siempre muy afectuoso, pero lo envolvía en el manto de su voz, siempre cálida, y de sus palabras, también cariñosas, afables…mi mamá era un torbellino de mieles gallegas: besiños, nos daba muchos, incontables. José tiene la veta amorosa arraigada en la zalamería y el piropo venezolano. Quizás todos lo tengan pero su visita reciente actualizó dentro de mí palparla y gozarla.

 

   Gracias, Joseíto querido, esto, el afecto a flor de piel tiene que repetirse pronto.

 


 

 

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