Regresábamos
de comer por las calles de Toluca. Dejar el carro lejos y obligarte así a
caminar unas diez cuadras es un ejercicio agradable y sano. Estábamos a unos pasos de acceder a la puerta
del automóvil cuando pasó rozándonos la voz asustada de un hombre con acento
extranjero, italiano, para más señas; venía conduciendo una camioneta Honda.
Solo gritaba con desesperación la
palabra “¡Aeroporto!”. Mi esposo se detuvo y le contestó en su idioma que se
estacionara para explicarle qué rumbo tomar. Creí que se trasladaba al
aeropuerto de la ciudad, pero no. Quería salir de esas calles para dirigirse a
la Ciudad de México y en ella continuar a la terminal aérea Benito Juárez.
Samuel
se acercó al carro del hombre atribulado que se había estacionado unos metros adelante, mientras yo esperaba dentro del nuestro.
Después de unos cuantos minutos los dos
estaban frente al auto y Samuel me pedía con un gesto de mano que
saliera a saludarlo. El italiano cumplía con la célebre tradición que los
caracteriza: manoteaba, era alegre, expresivo con su cuerpo que movía aún
nerviosamente. Una y otra vez nos decía cuánta gratitud sentía de que un
mexicano que camina al azar por la calle pudiese explicarle en su lengua cómo
llegar a su destino. Saludó feliz, preguntó nuestros nombres y nos explicó con
ayuda de gestos y de palabras a media lengua entre el inglés, el español y el
italiano que venía de Valle de Bravo donde había asistido a una convención de
la marca Hugo Boss.
Nosotros regresábamos a la universidad
después de la comida, así que vestíamos
con cierta formalidad. Samuel llevaba saco y corbata. Nuestro recientemente
conocido lo elogió por su buen vestir y en un extraño gesto de generosidad le
explicó que le quería regalar uno de los trajes que le habían ofrecido en la
convención. Fue corriendo a la camioneta y volvió con un traje negro con tenues
líneas de color morado envuelto en el típico plástico que entregan en las
tintorerías. Insistía con gestos y manos que no se sintiera ofendido por el
regalo; él quería devolver el acto samaritano con ese obsequio. Abrió la puerta
de nuestro auto y colocó allí el traje.
Nuestro asombro se materializó en gestos de
desconcierto; nos mirábamos uno al otro y él veía nuestra sorpresa dibujada en
los rostros. De pronto me miró y me dijo eufórico: “Guadalupe, ¿qué talla es?
¿Media? ¡Viene!”. Entró a su camioneta a toda prisa, rebuscó en distintas
prendas también enfundadas en plásticos y me mostró varios modelos de
chamarras. Que cuál quería, que escogiera: la café o la roja. O quizás la
beige. “Me gusta más la café”, dije con
cierta inquietud. La desmesura se estaba convirtiendo en el timbre de voz de
este desconocido; algo se estaba desviando de la normalidad y no me gustaba.
Después de unos minutos de forcejeo verbal,
donde el italiano insistía en mostrar más y más chamarras, y dos trajes de
caballero que también quería darle a Samuel, dimos la media vuelta, ahora con
más determinación, y le repetimos que no
hacía falta ningún regalo, que buen regreso…
De nuevo en el carro, listos para arrancar,
vemos regresar al italiano a paso firme con media docena de ganchos de los que
colgaban chamarras y trajes. Su rostro desencajado se acercó a la ventana del
auto. Los ojos pequeños parecían salírsele de las órbitas porque ahora sí
estaba desesperado: “¡Tomen todo esto, per favore!” y de inmediato vino la
petición: “Somos seis”, dijo apurado –aunque en ese momento estaba solo él-; “Regálenme
una cena para seis y se quedan con todo”. El desconcierto era ya atmósfera que
se respiraba con dificultad. Lo decía todo con tanta rapidez y tan
atropelladamente que mi primera reacción fue pensar en la dificultad de llevar
a cenar a seis personas que ni conocíamos y que estarían en el DF. Pero sus
manos se asomaban al interior del carro frotando los dedos: pedía billetes
mexicanos. “Para no cambiar dólares en el banco, me dan para la cena”.
La adrenalina avanzó por todo mi cuerpo en
busca de una salida rápida frente al acoso del hombre que a cada segundo se
acaloraba más. Con torpeza sacamos nuestras carteras. Busqué dos billetes de
doscientos pesos, Samuel hizo lo mismo, y se lo pasamos a él que los contaba con
fruición. La sensación de atropello se apoderó de mí. El italiano contaba los billetes,
800 pesos, y nos preguntaba, como si no entendiera, qué cantidad le ofrecíamos,
si aquello alcanzaría para seis personas…hasta que nos hartamos y la franqueza
se asomó para quedarse: - Oiga, nosotros no queremos esa ropa. - No tenemos por
qué darle dinero. El hombre indignado me gritó: - ¿Cree que con 40 euros –ya había
hecho la cuenta mentalmente de los 800 pesos- me alcanza? Y añadió con fuego en
los ojos: ¡Con eso no compro ni un capuchino! Samuel le pasó todos sus trajes, también el que había regalado en un primer
momento, le quitó el dinero de las manos y arrancamos de allí, de esa
desagradable experiencia. Con los ochocientos pesos acá, en México, me indigestaría de capuchinos.
Hay una película española llamada El traje. Buscala y encontraras muchas similitudes. Un saludo.
ResponderEliminarGracias por el dato. Creo que es una treta bastante común en algunos lugares de Europa
ResponderEliminarLa otra, que yo recomendaba es "Nueve Reinas", excelente película del embuste latino, pero Made in Argentina. El título es genial y la foto me ayudó a trasladarme a ese incómodo momento. Parece que esto de aprovechar el espíritu de solidaridad para encajar el diente no es solo propio de nuestros políticos.
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