Guadalupe I Carrillo
La exclusión social y el
desarraigo se han convertido en expresiones muy comunes de los numerosos grupos humanos que desde
hace décadas han tenido que trasladarse de sus países de origen por tiempo
indefinido. Exclusión alude a marginalidad, a vida en los bordes, y su
manifestación más concreta viene a ser la sensación de desarraigo, de un
no-estar en ninguno de los lugares a los que se acude.
La expresión exclusión social se emplea
en muchas actividades y es polivalente. Algunos autores sugieren que Max Weber
ya la utilizaba para aludir particularmente al caso de los grupos humanos
impedidos de acceder a la riqueza material. Para otros, la expresión se habría
acuñado originalmente en Francia en 1974 para referirse a varias categorías de
personas tildadas como “problemas sociales” y quienes no gozaban de la
protección de la Seguridad Social. El término se refería a un proceso de
desintegración en el sentido de una ruptura progresiva de las relaciones entre
el individuo y la sociedad. El concepto es relativamente nuevo en los ambientes
político y académico. Algunos autores como Peters (Peters, 1996: 35) insiste en
que debe rechazarse incluso su empleo que califica de “altamente problemático”.
En todo caso hay que observar que ser
apartado de un grupo social al que se pretende pertenecer suele ocurrir cuando
la gente sufre de una serie de problemas como el desempleo, la discriminación,
el bajo desempeño, los problemas de salud, el rompimiento familiar o la
intolerancia frente a sus ideas. Puede ocurrir igualmente como resultado de los
problemas que una persona enfrenta durante su vida, transformándola de manera
radical e imprimiéndole sellos indelebles.
En las décadas de los años 60 y 70, en buena
parte de los países Latinoamericanos, se posesionaron férreas dictaduras que se
prolongarían por mucho tiempo. La
experiencia de represión que se vivió
especialmente en los países del cono sur y que llevaría a miles de chilenos,
argentinos, uruguayos, a huir de su patria, dio pie a que surgieran relatos
cuya temática central era narrar las experiencias de torturas y las persecuciones
realizadas por los gobiernos dictatoriales. A estos relatos se le conocería
como literatura testimonial; su génesis, transformaciones
y matices han sido estudiados
ampliamente por numerosos críticos e investigadores en las últimas décadas. Se
ha puesto en discusión igualmente la pertinencia literaria de estos discursos
que abundan tanto en la propuesta política, el apego a lo real y la denuncia
como necesidad y meta última. Se ha hablado de su carácter transitorio por la
desaparición física de dictadores y sistemas represores de evidente factura
totalitaria; sin embargo nuestra propuesta pretende no sólo mostrar la vigencia
de estos relatos, sino el sentido universal que ha adquirido, en este caso, el
desarraigo como forma cultural aún
vigente.
En nuestro trabajo pretendemos estudiar la literatura testimonial que se desarrolló en Chile a raíz del golpe
militar de 1973 que generó no sólo la persecución, tortura y desaparición de miles
de chilenos, sino también el exilio forzoso de intelectuales, académicos,
políticos que desde los más distantes rincones del mundo alzaron la voz para
contar sus experiencias y denunciar las atrocidades a las que habían sido
sometidos. María Teresa Cárdenas en su ensayo “Literatura chilena del exilio.
Rastros de una obra dispersa” da cuenta de la tesonera labor que escritores e
intelectuales emprendieron a raíz de su destierro para contar las experiencias
de torturas ya padecidas, así como de la manera en que el exilio había marcado
sus vidas. Apunta la investigadora:
Una cantidad aún indeterminada de
poetas, narradores y dramaturgos –sin distinción de edades, corriente
literaria ni generación- vivió entre 1973 y 1990 la experiencia del destierro.
Y si todavía no hay cifras oficiales respecto a las personas que sufrieron esta
pena –ACNUR habló en algún momento de 500 mil- menos voluntad ha habido hasta
ahora de contabilizar a los escritores. [1]
Por
otra parte, encontramos que Estela Aguirre, Sonia Chamorro y Carmen Correa
diseñaron una página web ( http://www.abacq.net/imagineria/009.htm)
con la “bibliografía de libros y tesis escritos por chilenos desde el exilio,
desde 1973 hasta 1989 en la que registran 1068 entradas de libros publicados en
37 países de diversos continentes”. También se fundaron revistas como Araucaria, en 1977 por Carlos Orellana; durante doce años se publicarían 48 números. Literatura Chilena del Exilio, otro de
los referentes hemerográficos de la diáspora chilena, inició las publicaciones en 1977 de la mano de
Fernando Alegría y David Valjalo como responsables. Cuatro años después la
revista cambió el nombre a “Literatura
chilena. Creación y crítica”, con dirección colegiada de Guillermo Araya,
Armando Cassígoli y el mismo Valjalo. En 1989 se habían publicado 50 números[2].
La revista Lar fue fundada en Madrid
por el poeta Omar Lara. Entre 1981 a 1983 se editaron tres números. En 1984
Lara regresa y continúa la publicación de la revista en la ciudad de
Concepción.[3]
Una producción tan amplia no sólo da cuenta
de la importancia que la temática posee; sobre todo nos muestra de qué manera
la salida forzosa de la patria establece una condición interior devastadora. M.
Edurne Portela en su artículo “Cicatrices de un trauma: cuerpo, exilio y
memoria en Una sola muerte numerosa de
Nora Strejilevich” puntualiza, a propósito de la experiencia Argentina de la
dictadura:
En realidad, el exilio no es un paréntesis en la vida del sujeto, sino
la prolongación de un trauma que
comienza con la violencia que impulsa al desarraigo y continúa de por vida. Un
exiliado, si vuelve a su país lo hace como “des-exiliado” o “pos-exiliado” indeleblemente
marcado por el trauma de la partida inevitable del país de origen, el miedo
durante el periplo que lo lleva a un nuevo país, el desarraigo de encontrarse
en un espacio desconocido y en muchas ocasiones poco receptivo, y el
desconcierto de volver a un país de origen que ya no reconoce como propio y que
ha sido, como Argentina fue, devastado
por la violencia de estado, la corrupción y las prácticas de desmemoria.[4]
La experiencia del exilio tiene su expresión
más nítida en la sensación de desarraigo como esa “geografía del no-lugar”, del
desplazamiento permanente, de la incomodidad asumida como tesitura.
Cronología y diseños
Las circunstancias
geográficas, físicas e, incluso, biográficas en las que se gesta la literatura
testimonial constituyen su mayor definición. Como bien señaló Samuel- Muñoz,
ésta expresión literaria “nace en la montaña, en el exilio, la clandestinidad,
para informar las vejaciones” pues contarlas “implica la necesidad de rescatar
la dignidad a través de la escritura” (Samuel- Muñoz, 1993: 500).
La dictadura impuesta en septiembre de 1973
en Chile es el inicio de la prolífica producción testimonial. Si bien existen
registros de discursos testimoniales de principios de siglo o de años
anteriores a esta fecha, lo más representativo de la producción literaria chilena,
lo que se transforma en una suerte de obsesión tanto para escritores e
intelectuales sería, en exclusiva, el discurso testimonial con características
bien definidas. Rossana Nogal en su ensayo “La escritura testimonial chilena.
Una cartografía de la memoria” puntualiza tres rasgos fundamentales de lo que
designa “género testimonial”: “a) La convicción de que la voz se ejerce desde
una coyuntura dramática de la historia; b) Un discurso organizado por un sujeto
que es a la vez testigo y actor de los hechos y c) la voluntad de hablar no
contra otro discurso, sino contra el silencio de una de las versiones del
conflicto.”[5]
Efectivamente, la voz que narra es un yo testigo y víctima de lo que cuenta en
un presente que mantiene los hechos en permanente actualización. Sin embargo,
si bien la primera persona es prácticamente una constante en este tipo de
relatos, ella puede ser sustituida por la voz de un escritor designado que
asume la mirada y las percepciones del narrador nominal. Entre los escritores
que así lo diseñan tenemos los ejemplos de Miguel Barnet, antropólogo cubano, figura señera
del estudio y tipificación de la literatura testimonial, quien publicó en 1966
la obra paradigmática Biografía de un
cimarrón en la que rescata el testimonio del esclavo Esteban Montejo;
Barnet asume la voz de Montejo y desde ella desarrolla todo el relato. Recordemos
también el caso de la obra de Gabriel García Márquez La aventura de Miguel Litín clandestino en Chile, publicada en 1986
por la editorial Oveja Negra. El libro, que se propone como una crónica de
viaje, explica detalladamente el periplo del director cinematográfico Miguel
Litín en Chile, que se introduce en el país con pasaporte falso para filmar un
documental que mostrará al país sumido en una dictadura ya decantada. García
Márquez toma la voz de Litín, en una primera persona a través de la que se
esconde el escritor para mimetizarse en la persona del director de cine.
Esa presencia del yo en el discurso acentúa
el carácter subjetivo y, por tanto, selectivo de quien habla, llevándonos a
entender que la memoria como recurso narratológico juega un papel protagónico
en la organización argumental. Si bien el acento en la denuncia lleva consigo
el tono político de los relatos y su
apego a lo real, al modo de crónicas, lo perfilaría en la categoría de
documento por la aparente ausencia de ficción; es evidente que el ejercicio
evocador permite que la elaboración discursiva cuente con un diseño estético en
el que el sentido contestatario de la mayoría de los relatos, abre la
posibilidad de acudir a recursos considerados prosaicos y exentos del canon
literario. Igualmente dio pie a que
se impusiera la discusión de la pertinencia del género como categoría necesaria
en la literatura. Muchos de ellos, entre los que se encuentra Hugo
Achurar, hablan de una suerte de
literatura ancialar, ya clasificada en esos términos por Jorge
Narváez; la subordinación que designa el término no desmerece, desde mi punto
de vista, la calidad literaria. Habría, sin embargo, que definir con claridad
los registros a través de los cuales estos discursos se construyen,
identificando la validez de elementos antes excluidos del diseño artístico.
Los primeros estudios buscaron la
caracterización estética que permitiese incorporarlo al canon literario de la
época. Jorge Narváez en su ensayo “El testimonio 1972-1982. Transformaciones en
el sistema literario” (1986) pretendió matizar la diferencia entre lo
testimonial de los textos calificados con anterioridad como memorias o
autobiografías. Narváez, sin embargo, ve en el discurso testimonial un sentido
de indefinición producto de la hibridez que lo caracteriza. Por ello prefiere
identificar a éstos como “textos documentales” en el sentido de que
constantemente hacen “referencia a la realidad” (1988:17).
Juan Armando Epple, Bernardo Subercaseaux
serían algunos de los estudiosos que, junto a Narváez, intentaron establecer
estructuras, metodologías y caracterizaciones genéricas que permitieran ubicar
claramente esta literatura testimonial. De las mejores reflexiones que se
desarrollan con el ánimo de “canonizar” a la literatura testimonial encontramos
el ensayo de Jaime Concha “Testimonios de la lucha antifascista” publicado en Araucaria de Chile en 1978 quien vincula
estos discursos anti dictatoriales con rasgos comunes esbozados por Pablo Neruda
en su Canto General. Compara estos
relatos que se enfocan en la denuncia con textos de la tradición literaria más
aplaudida como sería El Facundo de
Sarmiento; el interés de Concha, por último, viene a ser el de mantener el
discurso testimonial como expresión literaria aunque sea clasificada como esa
literatura ancilar de la que había hablado Narváez. Así mismo excluye su carácter
documental pues los textos son el producto de declaraciones que realiza el
sujeto, testigo y víctima de eventos represores, en las que no se encuentra una
previa investigación, ni selección de citas o de material bibliográfico. Es la
experiencia personal que no excluye ideologías ni demandas y que pretende
manifestarse a través del lenguaje. Uno de los ejemplos más célebres es la obra
Tejas Verdes. Diario de un campo de
Concentración en Chile de Hernán Valdés publicado en 1974 por la Editorial
Ariel en Barcelona. En un presente aterrador y a modo de diario, el autor nos
cuenta la experiencia padecida en uno de los campos de concentración más
famosos de la época. El tono testimonial
en el que se explica detalladamente lo que va ocurriendo, construye un discurso
en el que el cuerpo se convierte en sinécdoque de sí mismo y de una colectividad
que está sufriendo las atrocidades. Así leemos:
Siento pena
de mi cuerpo. Este cuerpo va a ser
torturado, es idiota. Y, sin embargo es así, no existe ningún recurso nacional
para evitarlo. Entiendo la necesidad de este capuchón: no será una persona, no
tendré expresiones. Seré sólo un cuerpo, un bulto, se entenderán sólo con él.
Pasa mucho tiempo y no me atrevo a cambiar de sitio ni menos a sentarme en el
piso. Afuera, por momentos hay un completo silencio. Doy puntapiés en el aire
para secarme los pies. Me cuesta mucho respirar a través del saco. (1974: 17)
Ese cuerpo que será torturado de manera casi
inmediata a las líneas precedentes se convierte en el centro de atención del yo
que, con lucidez -casi podríamos decir- aplastante rememora cada detalle del
infierno que vivió en aquellos días:
Uno de ellos
se aproxima a mí, coge dos puntas de la capucha y hace un nudo fuertísimo sobre
el puente de mi nariz, de modo que la mitad de la cara queda descubierta para
ellos. Otro me enrosca un cable en cada uno de los dedos gordos de mis pies
mojados. Hay un brevísimo silencio y luego siento un cosquilleo eléctrico que
me sube hasta las rodillas. Grito, más que nada por temor. Me insultan, como escandalizados
de mi delicadeza. Siento un desplazamiento de aire al lado mío y alguien me da,
con toda la fuerza de que es capaz un brazo, un puñete en la boca del estómago.
Es como si me cortaran en dos. Durante fracciones de segundo pierdo la
conciencia. Me recobro porque estoy a punto de asfixiarme. Alguien me fricciona
violentamente sobre el corazón. Pero yo, como había oído decir, lo siento en la
boca, escapándoseme. Comienzo a respirar con la boca, a una velocidad
endiablada. No encuentro el aire. El pecho me salta, las costillas son como una
reja que me oprime. No queda nada de mí sino esta avidez histérica de mi pecho
por tragar aire. (1974: 18).
El énfasis en la detallada descripción de
sus torturas puede entenderse, según lo plantea Elaine Scarry en su conocida
obra The Body in Pain (1985), como la
necesidad que tiene el torturado de recuperar su mundo, perdido en la
experiencia de la tortura. Para Scarry la persona torturada es solo cuerpo,
cuando éste es agredido el sujeto pierde toda voz, borrándose la referencia de
su mundo. La única posibilidad de reconstruirlo es mediante la confesión de lo
que padeció; es la única manera de recobrar su condición de persona. Por ello
el acto testimonial es el único recurso para rediseñar la vida. El encierro, el
silencio y el contacto solidario con sus compañeros dan una visión de conjunto
muy nítida sobre la vida en los campos de concentración.
Una de las condiciones que acompaña a la
literatura testimonial es la diversidad de criterios con los que se conciben
los discursos. El recurso del diario que acabamos de ver en Valdés difiere
enormemente en escritores como Fernando Alegría que no fue encarcelado pero
tuvo que salir del país para vivir el resto de su vida fuera de Chile. En su
obra El paso de los ganzos mezcla
estilos tan disímiles como el reportaje, las memorias, entrevistas, textos
líricos. El libro de Luis Corvalán Algo
de mi vida se ha emparentado más con la tradición memorialista chilena.
Prisión
en Chile de Alejandro Witker, Jamás
de rodillas de Rodrigo Rojas, Cerco
de Púas de Aníbal Quijada, Testimonio
de Jorge Montealegre, entre otras son agrupadas como claramente
testimoniales, aún cuando cada una de ellas posee características propias que
las singularizan. El común denominador de las mismas es “el carácter de
urgencia y denuncia; dar cuenta de los sucesos ocurridos durante la represión y
sus consecuencias inmediatas, en un lenguaje transparente, más cercano a la
crónica que a la ficción”.[6]
A las experiencias de tortura se suma una
temática testimonial que habla de la impotencia experimentada por todos
aquellos chilenos que viven en un exilio que se prolonga por décadas, dentro de
las cuales nacen y crecen sus hijos. Ellos mientras tanto, reflexionan sobre el
destino de su patria y de sí mismos. Entre estas obras están los títulos de
Fernando Alegría Una especie de Memoria,
El libro negro del imperialismo en Chile, de Armando Uribe y Diario del doble exilio de Osvaldo
Rodríguez.
En una segunda etapa la literatura
testimonial da paso a la reelaboración de discursos en los que lo ficcional juega
un papel más protagónico. Es la memoria que recrea lo pasado y explica el
presente del exilio. Entre los títulos representativos estarían las obras de
Carlos Cerda: la novela Morir en Berlín (1993) o Escrito con L (2001), reunión de siete
relatos agrupados en torno al recuerdo de la letra L grabada en el pasaporte de
aquellos exiliados con prohibición de regresar a su país. En ambos libros se
escucha la voz desde un inevitable desarraigo.
Isabel
Allende ha sido otra de las escritoras con fama internacional que a través de
sus novelas recrea tanto los días del golpe militar como la experiencia
posterior de los exiliados, de los fantasmas que los rodean, del inevitable
aguijón del desarraigo, como ocurre en su célebre novela La casa de los espíritus publicada en 1989. En su libro de cuentos Eva Luna publicado por primera vez en
1989, encontramos, entre otros, el relato “Lo más olvidado del olvido” donde
sus protagonistas, en permanente desarraigo, reviven la experiencia de la
tortura, convertida en parte de ellos mismos:
Se
tendieron lado a lado, tomados de la
mano, y hablaron de sus vidas en ese
país donde se encontraban por casualidad, un lugar verde y generoso donde sin
embargo siempre serían forasteros. ÉL pensó en vestirse y decirle adiós, antes
de que la tarántula de sus pesadillas les envenenara el aire, pero la vio joven
y vulnerable y quiso ser su amigo…ella se levantó a cerrar la ventana,
imaginando que la oscuridad podía ayudarlos a recuperar las ganas de estar
juntos y el deseo de abrazarse. Pero no fue así, él necesitaba ese retazo de
luz de la calle, porque si no se sentía atrapado de nuevo en el abismo de los
noventa centímetros sin tiempo de la celda, fermentando en sus propios
excrementos, demente. Deja abierta la cortina, quiero mirarte, le mintió,
porque no se atrevió a confiarle su terror de la noche, cuando lo agobiaban de
nuevo la sed, la venda apretada a la cabeza como una corona de clavos, las
visiones de cavernas y el asalto de tantos fantasmas…El hombre oyó crecer el
silencio en su interior, supo que se le quebraba el alma, como tantas veces le
ocurriera antes, y dejó de luchar, soltando el último asidero al presente,
echándose a rodar por un despeñadero inacabable. Sintió las correas incrustadas
en los tobillos y en las muñecas, la descarga brutal, los tendones rotos, las
voces insultando, exigiendo nombres, los gritos inolvidables de Ana supliciada
a su lado y de los otros, colgados de los brazos en el patio. ((1989) 2007:
145-146).
En los relatos autobiográficos de Isabel Allende
el exilio como forma de vida es recurrente; el interés por su país, a lo lejos,
establece un tono discursivo que va de la nostalgia a la crítica lúcida. Así lo
vemos en su obra Mi país inventado (2003)
en la que extiende una mirada al Chile de sus recuerdos y al país actual que
arrastra vicios ancestrales, mezclados con virtudes o costumbre posteriores a
la dictadura.
Títulos como Viudas (1987) de Ariel Dorfman, No
pasó nada y otros relatos (1985) de
Antonio Skármeta, Frente a un hombre
armado (1981) de Mauricio Wacquez o Casa
de campo (1978) de José Donoso se
revelan como discursos más metafóricos, en los que se pretende entender la
nueva tesitura estética adquirida en el exilio.
Aunque en Chile se practica la democrática
desde hace décadas y la muerte de Augusto Pinochet pareciera haberse llevado
consigo buena parte del ahora fantasmal mundo de la dictadura, el tema mantiene
una innegable pertinencia sostenida por el genocidio perpetrado
sistemáticamente en aquellos años. Muchos de los exiliados regresaron a su país
transitoriamente; el desarraigo padecido los había marcado de forma definitiva.
Chile no era el que habían abandonado.
BIBLIOGRAFÍA
Allende, Isabel. (1989)
2007. Cuentos de Eva Luna. Editorial
de Bolsillo. México
Narváez, Jorge. 1986.
“El testimonio 1972-1982. Transformaciones en el sistema literario”. Testimonio y Literatura. Editorial René
Jara y Hernán Vidal. Minneapolis. Minesota.235-302.
Scarry,
Elaine. The body in Pain. Nueva York y Oxford. Oxford
UP.1985.
Valdés, Hernán.
1974. Tejas Verdes. Diario de un campo de
concentración en Chile. Editorial Ariel. Barcelona.
HEMEROGRAFÍA
Concha, Jaime. 1978.
“Testimonios de la lucha antifascista”. En Araucaria
4.129-46
[1] Cádenas, María Teresa,
en la página web http://chile.exilio.free.fr/chap=3f.htm
[2] Idem.
[3] Datos extraídos de la página Web “Memoria Chilena. Literatura
Chilena en el exilio (1973-1985).
[4] Edurne Portela, M:
“Cicatrices del Trauma: Cuerpo, exilio y memoria en Una sola muerte numerosa de Nora Strejilevich. Revista
Iberoamericana. Vol LXXIV, Núm. 222, Enero-Marzo 2008, Páginas 71-84.
[5] Noffal, Rossana: “La
escritura testimonial chilena. Una cartografía de la memoria”.En la revista “Espectáculo”. Revista de estudios
literarios. Universidad Complutense de Madrid. Núm. 19. URL: http://www.ucm.es/info/especulo/numero19/testimo.html
[6] Información extraída
de la página Web “Memoria Chilena. Portal de la Cultura de Chile” en el URL: http://www.memoriachilena.cl
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