martes, 16 de julio de 2013

¿De qué se ríe?


Guadalupe I Carrillo

Vivo en un paraíso. No se me tome por ingenua, digo la verdad. Por esos maravillosos azares del destino y por nuestro empeño irredento de pasear en motocicleta alcanzamos este lugar. Era uno de esos fines de semana en  que el día tiene más horas de lo usual. Podríamos perdernos por los caminos infinitos de esa región dibujada a mano: la zona de la Marquesa. El olor a madera viva, las montañas pobladas de pinos centenarios y la bruma que invadía generosamente los picos más altos permitió que, literalmente, nos enamoráramos de ese bosque. Pocas casas, algunas bellas cabañas y una calle que lo atravesaba. Estaba alejado de todo, pero lo queríamos; la ciudad vehementemente había logrado disuadirnos de sus paisajes de asfalto, de su ruido monocorde, agotador. Esta era la alternativa deseada y buscada…Hubo trámites, conversaciones, búsqueda de ese espacio para nosotros, hasta que se dio.

   Desde entonces vivimos allí, en una cabaña hecha al gusto de nuestros sueños; y a pesar de la tranquilidad, de la lejanía, de ese encontrarnos “en medio de la nada” habíamos vivido varios años convencidos de que era el sitio ideal. Digo era porque las sorpresas parecen perseguirnos adonde quiera que vayamos. No importa el rincón en el que se quiera estar, tercamente viene lo impredecible a acosarte.

   El tiempo había permitido que pateáramos las montañas infinitas veces. Conocimos rutas fascinantes que nos pedían nuestro regreso permanente; en ese ir y venir entramos en contacto con los habitantes del lugar,  supimos de sus vidas, de sus avatares, supimos también de la amistad. Donde creíamos que no había nada, descubrimos a una comunidad que podía acompañarnos y ayudarnos. Uno de los vecinos, un hombre joven que corría en las mañanas y en las tardes desaforadamente se acercó a saludarnos. A invitarnos a su casa para alguna comida. Él vivía al final de un camino de tierra. A pesar de que nuestro paisaje cotidiano eran los pinos, en su caso yo diría que se encontraba en el corazón del bosque. Su casa era pequeña; construida con lentitud, aún en obra gris. Estaba solo y el lugar acentuaba la soledad lacerando su ánimo y aumentando sus deseos de abandonar aquello. Se decidió, hizo un afiche grande con la fotografía de la casa, que no se parecía a la casa real, sino a una de revista y empezó su campaña de venta. Pasaron algunos meses pero lo logró. Caminando rumbo a su casa nos cruzamos con un automóvil en el que estaba nuestro conocido y tres hombres más. Acababa de cerrar el trato con ellos. La casa estaba vendida. Muy pronto vino la mudanza y los nuevos dueños iban y venía. Cada vez que pasábamos por ahí, pues era la ruta de uno de nuestros paseos predilectos, veíamos los avances de la  construcción. Progresivamente la nueva casa iba cobrando forma y crecía hacia arriba. Un piso, dos, tres…no, hicieron incluso un cuarto piso, pero en el sótano.

   El sitio se llenó de carros, de visitantes, de familia numerosa. Y todo nuestro poblado empezó a fijarse en ese grupo de gente. Eran extranjeros, de algún país de Sudamérica. Contrataron lugareños para la construcción de la vivienda, para la atención doméstica.  La generosidad podría ser el calificativo que mejor les calzaba. Según se decía se trataba de unos seis hermanos que se habían dado a la tarea de levantar ese emporio rural. No solo era la casa. Junto a ella construyeron caballerizas, corrales para gallinas, borregos, guajolotes…colocaron una fuente en el jardín que embellecía aquel espacio interior y lo llenaba de vida.

   La curiosidad se apoderó del poblado, incluyéndonos a nosotros. José, uno de los trabajadores de aquella familia, que también nos resolvía averías domésticas a nosotros, nos invitó a acercarnos para conocer la casa recién construida. Era empleado de confianza, conocía de las costumbres de los dueños y nos comentó: “Acérquense; ellos les temen al frío y vienen poco a la casa. Yo se las muestro”.

Una de esas tardes nos animamos en la caminata y nos acercamos al caserón. Siempre se veía el trasiego de muchas personas, así que no nos extrañó verlo en esta ocasión. Preguntamos por José a uno de los hombres que allí se encontraba. José se acercó con una sonrisa. Así, sin respirar, nos sorprende: les presento a mi patrón. El hombre  no solo nos saludó afablemente, quiso además mostrarnos el recinto de arriba a bajo. En la primera planta nos topamos con una imagen tamaño natural de la Virgen de Guadalupe. Nuestro anfitrión elogió la imagen y nos habló de su devoción mariana: “Todos los doce de diciembre hacemos acá fiestas patronales para celebrar a la Virgen”. “Espero que nos acompañen para el sábado”. Casualmente se acercaba la fecha de la conmemoración de la Virgen y la invitación brotó de forma natural; incluso el hombre insistió: quiero presentarles a mi familia, no vayan a faltar.

   Pasamos por un gran comedor, por zonas de esparcimiento para los jóvenes. La planta alta estaba llena de habitaciones, cada una con su chimenea, con muebles nuevos y elegantes. El dueño minimizaba la grandeza de todo aquello, y nos explicaba que eran varios hermanos y, uniendo fuerzas y dinero, habían podido construir un lugar tan grande. Por último nos mostró el sótano donde nos encontramos con una cantina: barra, mesa de billar, botellas de tequila, vinos, sillas y mesas como si se tratara de una cantina pública. El amigo nos aclaró que no le gustaba beber, pero que la habían construido por el juego de billar que gustaba a todos y las reuniones familiares. Por último, y ya a la salida estaban aparcadas varias motocicletas. Con gran alegría el hombre animó a mi marido a montar en sus motos pues había visto que en nuestra casa también teníamos una; “Yo se la presto cuantas veces quiera, como si fuera suya”. El cierre de nuestra visita fue el reconocimiento de que nos ubicaban bien: Claro, dijo, usted es el profesor, verdad. Su casa es bella, queríamos una así. Salimos de allí con una extraña sensación de haber asistido a una suerte de puesta en escena, donde se ve una superficie falsa de algo misterioso y por ello inquietante.

   Los meses pasaron y aquella gente acentuaba su fama de generosidad. Invitaban a los lugareños a asfaltar algunas calles de tierra, abrieron tiendas de refacciones; compraron más y más terrenos…Nosotros nos manteníamos a distancia ante la evidencia de una fortuna creciente que se palpaba en los proyectos comunitarios del poblado.

   Una tarde regresábamos de nuestro trabajo. El ambiente se veía tranquilo. Alguien tocó el timbre; era una conocida que con sigilo me planteó: Oiga, ¿Podría José venir a su casa para estar acá un rato? La pregunta me desconcertó. Por qué querría José, el empleado de los conocidos, venir sin ton ni son a nuestra casa. Sin embargo acepté porque José era un hombre amable y de probada bondad. Al verlo asustado le pregunté: José, de qué se está escondiendo.

   Su visible agitación me inquietó aún más. Estando en la puerta de la casa vimos pasar una camioneta con un convoy de militares armados y con el rostro cubierto. Pasaban  a toda velocidad con las ametralladoras alzadas. Se dirigían a la casa nueva, a la que estaba en el corazón del bosque, donde José trabajaba como capataz. Se oyó un tiro. El miedo nos paralizó y entramos a la casa, con José incluido. Ya adentro con la palidez de quien se le va la vida nos confesó: “Mi patrón salió huyendo, vinieron los militares y se llevaron a uno de sus amigos que estaba pasando unos días en su casa”. Quisimos saber más; aquel amigo del que hablaba se paseaba en las tardes o en las mañanas caminando tranquilo a la tienda del poblado. Saludaba a la gente, era reservado pero amable. Pasó poco tiempo; de nuevo tocaron a la puerta, alguien le mandaba a José una nota. Le decían que encendiera el televisor en el canal de las noticias. No hizo falta pasar al canal de las noticias. Todos los canales habían interrumpido su programación para dar la primicia: Acababan de apresar en un operativo especial al “Muñeco”, uno de los sicarios más peligrosos; había trabajado como matón para varios Cárteles de la droga. Se dice que lo atraparon en un poblado en medio de las montañas…Dos horas más tarde, apareció el hombre; aquel que había paseado tardes y mañanas frente a nosotros. Estaba esposado con tres militares detrás de él, pero se reía. Constantemente se reía. Los hermanos de José, empleados de la familia numerosa, comentaron que el Muñeco estaba tomando el sol en el jardín, acostado en una poltrona. Los militares llegaron, lanzaron un tiro al aire. Él los miró, como esperándolos, y ellos le señalaron: ahora arrodíllate para tomarte la foto. La misma que presentaron los canales de televisión

   Al día siguiente los titulares de todos los periódicos se preguntaban: ¿De qué se reía el Muñeco?

 

2 comentarios:

  1. Querida Guadalupe:
    Me causas envidia. Conocía tu talento como ensayista. Pero ignoraba tus virtudes como periodista, cronista y ahora reportera. Y te puedo asegurar una cosa: muchos de mis compañeros de tareas compartirían mi envidia. Y lo mejor del caso es que manejas el suspenso como lo hacía Truman Capote en su libro de relatos "Music for Chameleons."
    Me devoré tu historia. Y créeme, es algo más que periodismo. Es non fiction en su mejor expresión.
    Obviamente, trasciende el periodismo. Y como en los mejores trabajos de non fiction, parece fiction.
    Me gusta mucho cómo describes a los personajes, o la paulatina transformación de esa vivienda. Y ese muñeco que se ríe, es un gran personaje. Lo describes en dos trazos, y sin embargo, se hace perdurable.
    Si yo fuese el editor de un periódico, hoy mismo te contrato.

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  2. Querida Guadalupe, caramba el estilazo.....¡Impresionada! Además de destacada académica de las letras, literata, ya decía yo que tenías alma de escritora...
    Genial...Me uno al anterior comentarista...
    Neus R.

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