Guadalupe I Carrillo
Vivo
en un paraíso. No se me tome por ingenua, digo la verdad. Por esos maravillosos
azares del destino y por nuestro empeño irredento de pasear en motocicleta
alcanzamos este lugar. Era uno de esos fines de semana en que el día tiene más horas de lo usual.
Podríamos perdernos por los caminos infinitos de esa región dibujada a mano: la
zona de la Marquesa. El olor a madera viva, las montañas pobladas de pinos
centenarios y la bruma que invadía generosamente los picos más altos permitió
que, literalmente, nos enamoráramos de ese bosque. Pocas casas, algunas bellas
cabañas y una calle que lo atravesaba. Estaba alejado de todo, pero lo
queríamos; la ciudad vehementemente había logrado disuadirnos de sus paisajes de
asfalto, de su ruido monocorde, agotador. Esta era la alternativa deseada y
buscada…Hubo trámites, conversaciones, búsqueda de ese espacio para nosotros,
hasta que se dio.
Desde entonces vivimos allí, en una cabaña
hecha al gusto de nuestros sueños; y a pesar de la tranquilidad, de la lejanía,
de ese encontrarnos “en medio de la nada” habíamos vivido varios años
convencidos de que era el sitio ideal. Digo era porque las sorpresas parecen
perseguirnos adonde quiera que vayamos. No importa el rincón en el que se
quiera estar, tercamente viene lo impredecible a acosarte.
El tiempo había permitido que pateáramos las
montañas infinitas veces. Conocimos rutas fascinantes que nos pedían nuestro
regreso permanente; en ese ir y venir entramos en contacto con los habitantes del
lugar, supimos de sus vidas, de sus
avatares, supimos también de la amistad. Donde creíamos que no había nada,
descubrimos a una comunidad que podía acompañarnos y ayudarnos. Uno de los
vecinos, un hombre joven que corría en las mañanas y en las tardes
desaforadamente se acercó a saludarnos. A invitarnos a su casa para alguna
comida. Él vivía al final de un camino de tierra. A pesar de que nuestro
paisaje cotidiano eran los pinos, en su caso yo diría que se encontraba en el
corazón del bosque. Su casa era pequeña; construida con lentitud, aún en obra
gris. Estaba solo y el lugar acentuaba la soledad lacerando su ánimo y aumentando
sus deseos de abandonar aquello. Se decidió, hizo un afiche grande con la
fotografía de la casa, que no se parecía a la casa real, sino a una de revista
y empezó su campaña de venta. Pasaron algunos meses pero lo logró. Caminando
rumbo a su casa nos cruzamos con un automóvil en el que estaba nuestro conocido
y tres hombres más. Acababa de cerrar el trato con ellos. La casa estaba
vendida. Muy pronto vino la mudanza y los nuevos dueños iban y venía. Cada vez
que pasábamos por ahí, pues era la ruta de uno de nuestros paseos predilectos,
veíamos los avances de la construcción.
Progresivamente la nueva casa iba cobrando forma y crecía hacia arriba. Un
piso, dos, tres…no, hicieron incluso un cuarto piso, pero en el sótano.
El sitio se llenó de carros, de visitantes,
de familia numerosa. Y todo nuestro poblado empezó a fijarse en ese grupo de
gente. Eran extranjeros, de algún país de Sudamérica. Contrataron lugareños
para la construcción de la vivienda, para la atención doméstica. La generosidad podría ser el calificativo que
mejor les calzaba. Según se decía se trataba de unos seis hermanos que se
habían dado a la tarea de levantar ese emporio rural. No solo era la casa.
Junto a ella construyeron caballerizas, corrales para gallinas, borregos,
guajolotes…colocaron una fuente en el jardín que embellecía aquel espacio
interior y lo llenaba de vida.
La curiosidad se apoderó del poblado,
incluyéndonos a nosotros. José, uno de los trabajadores de aquella familia, que
también nos resolvía averías domésticas a nosotros, nos invitó a acercarnos
para conocer la casa recién construida. Era empleado de confianza, conocía de
las costumbres de los dueños y nos comentó: “Acérquense; ellos les temen al
frío y vienen poco a la casa. Yo se las muestro”.
Una
de esas tardes nos animamos en la caminata y nos acercamos al caserón. Siempre
se veía el trasiego de muchas personas, así que no nos extrañó verlo en esta
ocasión. Preguntamos por José a uno de los hombres que allí se encontraba. José
se acercó con una sonrisa. Así, sin respirar, nos sorprende: les presento a mi
patrón. El hombre no solo nos saludó
afablemente, quiso además mostrarnos el recinto de arriba a bajo. En la primera
planta nos topamos con una imagen tamaño natural de la Virgen de Guadalupe.
Nuestro anfitrión elogió la imagen y nos habló de su devoción mariana: “Todos
los doce de diciembre hacemos acá fiestas patronales para celebrar a la Virgen”.
“Espero que nos acompañen para el sábado”. Casualmente se acercaba la fecha de
la conmemoración de la Virgen y la invitación brotó de forma natural; incluso
el hombre insistió: quiero presentarles a mi familia, no vayan a faltar.
Pasamos por un gran comedor, por zonas de
esparcimiento para los jóvenes. La planta alta estaba llena de habitaciones,
cada una con su chimenea, con muebles nuevos y elegantes. El dueño minimizaba
la grandeza de todo aquello, y nos explicaba que eran varios hermanos y,
uniendo fuerzas y dinero, habían podido construir un lugar tan grande. Por
último nos mostró el sótano donde nos encontramos con una cantina: barra, mesa
de billar, botellas de tequila, vinos, sillas y mesas como si se tratara de una
cantina pública. El amigo nos aclaró que no le gustaba beber, pero que la
habían construido por el juego de billar que gustaba a todos y las reuniones
familiares. Por último, y ya a la salida estaban aparcadas varias motocicletas.
Con gran alegría el hombre animó a mi marido a montar en sus motos pues había
visto que en nuestra casa también teníamos una; “Yo se la presto cuantas veces
quiera, como si fuera suya”. El cierre de nuestra visita fue el reconocimiento
de que nos ubicaban bien: Claro, dijo, usted es el profesor, verdad. Su casa es
bella, queríamos una así. Salimos de allí con una extraña sensación de haber
asistido a una suerte de puesta en escena, donde se ve una superficie falsa de
algo misterioso y por ello inquietante.
Los meses pasaron y aquella gente acentuaba
su fama de generosidad. Invitaban a los lugareños a asfaltar algunas calles de
tierra, abrieron tiendas de refacciones; compraron más y más terrenos…Nosotros
nos manteníamos a distancia ante la evidencia de una fortuna creciente que se
palpaba en los proyectos comunitarios del poblado.
Una
tarde regresábamos de nuestro trabajo. El ambiente se veía tranquilo. Alguien
tocó el timbre; era una conocida que con sigilo me planteó: Oiga, ¿Podría José
venir a su casa para estar acá un rato? La pregunta me desconcertó. Por qué querría
José, el empleado de los conocidos, venir sin ton ni son a nuestra casa. Sin
embargo acepté porque José era un hombre amable y de probada bondad. Al verlo
asustado le pregunté: José, de qué se está escondiendo.
Su visible agitación me inquietó aún más.
Estando en la puerta de la casa vimos pasar una camioneta con un convoy de
militares armados y con el rostro cubierto. Pasaban a toda velocidad con las ametralladoras
alzadas. Se dirigían a la casa nueva, a la que estaba en el corazón del bosque,
donde José trabajaba como capataz. Se oyó un tiro. El miedo nos paralizó y
entramos a la casa, con José incluido. Ya adentro con la palidez de quien se le
va la vida nos confesó: “Mi patrón salió huyendo, vinieron los militares y se
llevaron a uno de sus amigos que estaba pasando unos días en su casa”. Quisimos
saber más; aquel amigo del que hablaba se paseaba en las tardes o en las
mañanas caminando tranquilo a la tienda del poblado. Saludaba a la gente, era reservado
pero amable. Pasó poco tiempo; de nuevo tocaron a la puerta, alguien le mandaba
a José una nota. Le decían que encendiera el televisor en el canal de las
noticias. No hizo falta pasar al canal de las noticias. Todos los canales
habían interrumpido su programación para dar la primicia: Acababan de apresar
en un operativo especial al “Muñeco”, uno de los sicarios más peligrosos; había
trabajado como matón para varios Cárteles de la droga. Se dice que lo atraparon
en un poblado en medio de las montañas…Dos horas más tarde, apareció el hombre;
aquel que había paseado tardes y mañanas frente a nosotros. Estaba esposado con
tres militares detrás de él, pero se reía. Constantemente se reía. Los hermanos
de José, empleados de la familia numerosa, comentaron que el Muñeco estaba
tomando el sol en el jardín, acostado en una poltrona. Los militares llegaron,
lanzaron un tiro al aire. Él los miró, como esperándolos, y ellos le señalaron:
ahora arrodíllate para tomarte la foto. La misma que presentaron los canales de
televisión
Al día siguiente los titulares de todos los
periódicos se preguntaban: ¿De qué se reía el Muñeco?
Querida Guadalupe:
ResponderEliminarMe causas envidia. Conocía tu talento como ensayista. Pero ignoraba tus virtudes como periodista, cronista y ahora reportera. Y te puedo asegurar una cosa: muchos de mis compañeros de tareas compartirían mi envidia. Y lo mejor del caso es que manejas el suspenso como lo hacía Truman Capote en su libro de relatos "Music for Chameleons."
Me devoré tu historia. Y créeme, es algo más que periodismo. Es non fiction en su mejor expresión.
Obviamente, trasciende el periodismo. Y como en los mejores trabajos de non fiction, parece fiction.
Me gusta mucho cómo describes a los personajes, o la paulatina transformación de esa vivienda. Y ese muñeco que se ríe, es un gran personaje. Lo describes en dos trazos, y sin embargo, se hace perdurable.
Si yo fuese el editor de un periódico, hoy mismo te contrato.
Querida Guadalupe, caramba el estilazo.....¡Impresionada! Además de destacada académica de las letras, literata, ya decía yo que tenías alma de escritora...
ResponderEliminarGenial...Me uno al anterior comentarista...
Neus R.